(Primera versión)
Dentro de su taller, pensaba en Vincent Van Gogh, quien –aparentemente- había muerto por su propia voluntad debido a la locura que le había provocado su pintar. Se preguntaba si su muerte sería tan artística, ya que, hay que admitir que no hay artista más pleno que el que haya fallecido por culpa de su arte. Para los artistas, el arte es como Dios: les da la vida y también se las quita.
Maldición, se le había acabado el blanco, ¡tubo infame que por una pérfida fuga, corría su interior por todo el taller! Había blanco en todas partes, menos en su pintura.
Apartó con sutileza la cortina de la ventana, no había nacido con la facultad del disimulo, sin embargo, en esos tiempos, donde la guerra civil asechaba todas las calles santiaguinas era absolutamente necesario aprender a hacer las cosas sin que los demás pudieran notarlo.
El enfrentamiento había finalizado, la calle estaba vacía –igual que su monedero- y la gente no hostigaba ningún trozo de la acera.
Ordenó su cabello con un elástico y se formó un tomate, se puso su acostumbrado gorro rojo (no le interesaba que el mundo supiera su tendencia política, igual todos tenían conocimiento de quién era ella) y se dispuso a salir de su hogar.
Como cuidando su puerta, Gonzalo la detuvo apenas salió.
-¿Qué crees que haces? –le preguntó extremadamente nervioso.
-Voy a comprar óleos. Se me acabó el blanco y te darás cuenta que la ausencia de color es importantísima en las pinturas –le respondió aburrida de sus constantes sermones.
-¿Ausencia de color?
-Blanco, mi amigo.
-Ah… ¡igual! No puedes salir, Estefanía.
La rabia le ahogó los ojos y con la lengua hirviendo se acercó hacia él, lo tomó del cuello de la camisa y le dijo:
-Paula, Gonzalo, Paula.
Sin más palabra, bajó las escaleras y arreglándose la boina, se dirigió al único negocio de pinturas de la cuadra.
-¿Qué necesitas, Paula? –le preguntó atentamente el viejo vendedor apenas se abrieron automáticamente las puertas solares del local.
-Blanco, el más grande que tengas, y un poco de médium –le respondió.
-¿Saliste de tu casa por una cápsula de óleo y una de médium?
-No me gustan las cápsulas, prefiero los tubos y las botellas, como cuando era niña.
-Comienza a pensar, la vida no son solo óleos.
-Tienes razón, de vez en cuando hay que probar con el acrílico.
El viejo se quedó atónito, siempre hablaba de ella como una joven insolente.
Paula se devolvió a su casa por el camino habitual. Como era parte del grupo popular, caminaba por los pasadizos rojos, pintados con los coloridos afiches típicos del partido, varios hechos por ella misma.
Al llegar a su hogar, se percató de que la puerta de su habitación estaba semi abierta. Un miedo cerval le recorrió toda la sangre, imaginó su morada vaciada por manos rateras o peor aún, neoliberales despedazando todos sus lienzos.
Con delicadeza, empujó el gran trozo de plástico, lanzó sus ojos por todos los espacios posibles y poco a poco, puso los pies sobre el piso sintético. Un segundo después, se percató de la presencia de Gonzalo, quien miraba con pánico el lienzo terminado el día anterior.
-¿Qué haces aquí, Gonzalo? –le preguntó con una especie de cansancio mezclado con rabia.
-Estaba la puerta abierta… -contestó sin dejar de mirar el cuadro- pero, pero, cuando entré, encontré esto… ¡ay! ¡qué asco! ¡Ayúdame a matar a esa araña!
-Gonzalo, yo entiendo que seas aracnofóbico, pero ¿cómo es posible que le tengas miedo a una pintura?
-¿Qué pintura? ¡No te burles de mí! ¡Mata a eso de una vez! -gritó apuntando la tela.
Paula asió el lienzo (con mucho cuidado ya que el óleo aún estaba fresco) y se lo acercó a Gonzalo, quien con un grito de desesperación huyó como corriendo por su vida.
-¿Qué es este griterío? –Regañó el administrador del edificio- ¡En plena guerra, la gente anda con los pelos de punta y ustedes, además, gritan como niñas!
-Gonzalo se ha espantado por esto –Contestó seriamente Paula.
-Pero cómo no se va a espantar si tienes una araña entre las manos, el hombre es aracnofóbico. ¡Piensa, Paula!
-¿Te estás burlando de mí? ¡Es una pintura!
El viejo, sin oír sus palabras, se sacó el zapato rápidamente y golpeó el cuadro, corriendo la gran gama de colores.
-Así está mejor –dijo sintiéndose orgulloso.
-¡¿Qué hiciste?! ¡Haz arruinado mi cuadro! –vociferó furibundamente la mujer.
-No estamos en épocas para andar cuidando mascotas, Paula.
Dicho esto, salió de la habitación. Paula, con la rabia desbordándose por sus poros, lanzó el lienzo por los aires y se encerró en su pieza.
Sin embargo, una duda creciente se deslizaba por cada rincón de su cuerpo, ¿era posible que de verdad hubiesen creído la vitalidad de su obra?
Tenía que hacer la prueba, por lo que rápidamente bajó las escaleras y volvió al negocio, compró enormes cantidades de óleo, y todos los aceites existentes, cientos de pinceles y una enorme tela.
-¿Qué vas a pintar? –Curioseó el viejo.
-Tienes razón, no me puedo preocupar solo por los óleos, también debo dar chance al mundo –le contestó sin responder.
-No has revelado tu respuesta.
-¿El mundo a contestado mi pregunta?
Sin más palabra, partió nuevamente a su hogar, y comenzó a crear su obra pintando el mundo que ella quería: Aire limpio, sin emergencias ambientales, sin smog, sin crisis. Espacios verdes, animales felices, sin represas, no más Pascua Lama ni rastros de energía nuclear.
Pintó a cada ser que había en el mundo, gastó hasta la última gota de óleo que compró. Materializó todas sus imaginaciones, reveló sus deseos secretos.
Pintó amor libre: parejas heterosexuales y homosexuales dichosas y tranquilas por las calles, pintó al punk con el neonazi dándose un abrazo, a los fundadores de multinacionales y grandes accionistas pidiendo perdón, a la gente ayudando al vecino, al discapacitado parándose de su silla, al fumador botando los cigarros, al indigente entrando a su nueva casa, a la iglesia diciendo la verdad, a los ricos (el 10% de la población mundial) regalando a los pobres (el otro 90%), a los jóvenes drogadictos uniéndose a instituciones de ayuda mundial, a todos los seres humano felices y viendo el mundo con ojos esperanzadores, seguros, inocentes y buenos.
Perdió la noción del tiempo.
Cuando el cuadro estuvo terminado, pasó su tarjeta por la cerradura de las puertas de su morada y con la ayuda de un carrito a hidrógeno, arrastró su enorme obra por las calles santiaguinas, hasta que llegó a Plaza Italia, frontera entre el grupo popular y el neoliberal.
Lo acomodó entre ruinas y con una ansiedad ahogada, gritó como nunca antes. Lanzó tiros al aire con una pistola y en menos de cinco minutos, ambos grupos estaban expectantes a su lado de la frontera.
Paula, sin decir más palabra, sacó de un tirón el gigantesco trozo de género que cubría su obra.
Todos observaron la enorme mezcla de óleos y comenzaron a llorar de felicidad, de una forma extremadamente convincente (¡como si del corazón saliese!) comenzaron a ejecutar cada acción que la enorme tela les ordenaba.
De la nada, salieron los dueños de Nike, General electric, Coca-Cola, Mcdonald’s y muchos otros a llorar por perdón. En un momento, todas las instituciones tenían filas kilométricas de jóvenes dispuestos a ayudar.
Los ricos daban a los pobres, el dinero se volvía justo y equitativo para todos, los dueños de terrenos antes estatales devolvían los títulos al gobierno. Los cazadores sonreían a los animales y el medio ambiente estaba como nunca antes.
El smog desapareció y los cielos se tornaron transparentes y bellos. Las redondas casas se teñían de color y la vida adquiría una sazón diferente. Todo era justo y hermoso.
Sin embargo, repentinamente Paula se percató de que nadie se fijaba en su existencia y que sus voces y gritos no eran escuchados por ningún ser de la tierra.
Con un terror tan profundo como su arte, volteó para mirar el lienzo, su ausencia en éste la hizo comprender la clásica paradoja: Si un árbol cae en un lugar donde nadie lo escucha ¿hace ruido?