domingo, 27 de junio de 2010

El hombre que salió a caminar

 Se cuenta entre las calles de aquella avenida aburrida y envejecida, de un hombre que fue mandado por su mujer a comprar un kilo de pan a mediados de las 9 pm.
La noche estaba oscura y su brisa citadina poseía una fría temperatura que la hacía tan agradable que funcionaba como paños fríos después de una tarde de fiebre.
Las señoras del barrio siempre hablan de que el tipo tenía unos ojos tan decepcionados que parecían que se iban a caer, acompañados de unos rulos sobresalientes y desordenados que le daban una apariencia de fracasado. La panadera dijo que cuando lo vio usaba su típica chaqueta avara más unos jeans seriales.
Dicen los carabineros de la cuadra que no andaba en nada malo, que solo llevaba una prominente bolsa con pan que abría de vez en cuando para mirar los trozos y luego degustarlos con paciencia.
La esposa lloró un par de días luego de su desaparición, sin embargo, en el fondo, la realidad nunca le llegó. La realidad es que nunca lo amó, la realidad es que nunca supo amar a nadie.
Yo tampoco sabía qué demonios le había pasado al tipo del pan hasta que un gordo repugnante manchado de vino y de aliento ácido pero libre, me contó todo lo que había visto cuando me pilló sentado en la vereda esperando que llegara alguien a abrirme la puerta de la cual había olvidado la llave sobre el velador.
Lo cierto es que el hombre de ojos caídos, cansado de la vida, de su trabajo, de su familia, había salido en el mandato en busca del kilo de pan para su hogar. El robusto me dijo que con las manos en los bolsillos y como caballo de carrera cojo y viejo llegó hasta la panadería donde encendió su contestadora y mostró su careta.
Mientras volvía, observó la luna y  se quedó pegado.
El indigente no sabía más, dijo que se quedó dormido en ese momento.
En el pasaje de al lado, una señora me confesó que lo había visto dando vueltas por los alrededores, como buscando algo, como buscando por primera vez.
Una niña que recogía sus juguetes del antejardín, lo vio como nunca, con una sonrisa resplandeciente que reflejaba el brillo de la luna en sus dientes.
Por ahí cerca de la plaza, un abuelo salió a caminar por prescripción del médico para enfrentar su enfermedad a los huesos y lo observó mientras el hombre corría dando vueltas como quien trota en un estadio haciendo deporte.
El kiosquero, que cerraba en ese momento, lo divisó tomando una micro en dirección a la zona norte.
Le conté a la más parlanchina señora que hallé del barrio para que la información le llegara a la “viuda”: el hombre se había ido lejos.
Los rumores iban y venían, la verdad es que me sentí un poco culpable por haber andado hablando toda la información que recopilé. Lo cierto es que no quería entristecerme ni menos ponerme a pensar en lo que había hecho, para el otro día había un informe que entregar y solo tenía cinco minutos para devorarme el helado que acababa de comprar (¡siempre funciona para relajarme!)
Mientras zampaba con toda pasión (quizás la más fuerte en mi vida), se acercó un cincuentón de mirada vivaz y pelo ondulado, de abrigo largo y ojos sabihondos, me preguntó por qué devoraba a tal velocidad el helado y yo le contesté que estaba apurado y que tenía trabajo para el día siguiente. Él me preguntó si era libre y yo le respondí que por supuesto que sí, que había elegido mi trabajo, que vivía en un lugar donde uno podía ver qué consumía y lo mejor, que me estaba yendo bien y tenía buen sueldo. A lo que él me contestó:
-Tú no eres libre porque nunca has mirado la Luna.

Anhelo

Anhelo